Uno de los grandes dilemas con los que nos encontramos los neurocientíficos cognitivos es la dificultad que entraña entender un sistema tan complejo, maravilloso y eficiente como es el cerebro humano, utilizando para ello técnicas que los propios humanos han desarrollado gracias a la innovación científica y tecnológica, con la limitación que eso entraña. Es un trabajo de ingeniería inversa en el que tenemos que entender cómo funciona un sistema que ya está plenamente operativo, y para ello utilizamos las herramientas que ese mismo sistema al que nos gusta llamar “mente” ha logrado desarrollar.

Si tratamos de ejemplificar esta dificultad en el contexto educativo, la complejidad es aún más patente. Tenemos un cerebro que piensa, que aprende, que gestiona los conocimientos, que siente y que se emociona. Y ese cerebro el que queremos comprender y analizar. Si prescindimos del cerebro, no tendríamos pensamientos, aprendizajes  o emociones. Si lo dañamos para poder intentar acercarnos un poco más a su interior, correríamos el riesgo de perder la naturalidad de la mente humana y del sistema cognitivo que la soporta. Y los neurocientíficos que exploramos aspectos relacionados con la educación caminamos siempre por esa estrecha línea que separa la ciencia básica y la ciencia aplicada, tratando de entender cómo funciona el cerebro que entiende, y luchando por aprender cada día más sobre el cerebro que aprende.

Caminar por una línea estrecha muchas veces implica caminar despacio, con paso firme, y evitando el riesgo de lanzar conclusiones precipitadas que afecten a los cimientos del sistema educativo, con sus virtudes y sus defectos. Tal vez una de las principales críticas que se le hace a la neurociencia aplicada a la educación es el tiempo que se tarda en dar de vuelta a los agentes psicoeducativos algunas conclusiones firmes de amplio alcance que ayuden a desarrollar nuevos métodos educativos. Pero esas conclusiones llegan, y cuando llegan lo hacen de un modo sólido y certero, con el consenso de una comunidad científica que ha desarrollado una serie de filtros internacionales cuyo objetivo es garantizar la validez de los argumentos.

A medida que estos argumentos se construyen, los cerebros de nuestros alumnos siguen funcionando, aprendiendo, pensando y sintiendo emociones, y la labor educativa no cesa. Y cada día las preguntas siguen surgiendo, y las dudas emergen. Y cada día tanto neurocientíficos como educadores sentimos las ganas y la necesidad de saber cómo funciona y aprende la mente humana encerrada en ese pequeño órgano de apenas kilo y medio. Es bueno saber que la neurociencia cognitiva aplicada a la educación, aunque sea una ciencia joven, ya no es un bebé que todavía no ha dado sus primeros pasos. Estamos hablando de una ciencia que, cuanto menos, es adolescente. Y camina hacia adelante llena de energía y posibilidades, y con argumentos y conclusiones que muchas veces merece la pena escuchar.

JON ANDONI DUÑABEITIA – Group Leader at BCBL (Multilingual Literacy research group)